Nos faltan 43

Nos faltan 43

jueves, 29 de agosto de 2013

El retorno a lo nuestro, la construcción de lo que sigue no es de nadie, es de la nada.

El retorno a lo nuestro, la construcción de lo que sigue no es de nadie, es de la nada.
Suele señalarse a la cotidianidad como el territorio de las posibilidades para el desarrollo de nuestra conciencia práctica, conciencia dialéctica del nosotros y el yo, de la exterioridad y la interioridad.
Interioridad frágil que es capaz de sentir que es, aunque no sea, exterioridad incuestionable, fortaleza que resiste cada embate del individuo del éxito, que decide pasar sus días estrellándose contra el gran muro interminable que es la nada, la nada que no es nadie y que todos quisieran ser en el fondo, en el fondo del dogma del solitario egoísta que a pesar de todo, lo quiere todo.
Lo quiere todo porque no tiene nada, nada en absoluto.
Si nada es absoluto, existe todo como posibilidad. Esa es su justificación para seguir desangrándose, para seguir sufriendo por pisar a los demás, sin ver que la única posibilidad es la nada.
Nada es el universo, todo es una pregunta abierta, al tiempo, al espacio, al infinito que existe para delimitar el cuerpo total, para construir sobre la materia que construye al destruirse, porque nada es para siempre, la Revolución es todo lo que hubo, hay, habrá.
Querer hacer la Revolución, es querer hacer lo que hace la nada en el universo, lo que hace que nada sea el infinito, que todo sea finito, como yo.
Lo que hace que al final haya conseguido ser, aunque eso que soy, sólo haya sido alguna vez para nunca volver.
Otra vez de vuelta al principio, la imposibilidad de aprehender el amado momento y dejar ir el desastroso intento, me vuelve loco.
Loco de ira, de rabia, de impotencia; loco de amor, loco de incertidumbre, loco de esperanza.
Si hay algo permanente en lo singular del universo, sin duda es eso, mi locura.
Un loco más, inadaptado social, adaptado cósmico del hoy negro sin respuestas perpetuas, hoyo que me traga y me escupe en lugares inesperados, sorprendentes siempre, otras veces no.
Una pregunta me abraza siempre en ese remolino de oscuridad revitalizante, ¿a alguien le parecerá que esta existencia mía tiene algo de peculiar? O sólo soy el polvo que barren las escobas del mundo por todas partes, polvo que se desprende de la tierra fértil y del concreto que seca mi cada vez menos húmeda experiencia metropolitana.
Polvo que se desprende y va a parar siempre al mismo lugar, preso de este tiempo, parte de este espacio que nadie ocupa, que delimita mi hoyo, mi hoy, mi yo.
Me reconforta estar en el hoyo, me complace aunque me duela la idea de que nada soy ahora y de que nada seré al final. No le temo a la ignominia, no me frustra que no me reconozca como el mismo alguna vez. Si la nada me abre sus puertas yo entro, porque todo es relativo, relativo al miedo, relativo al amor, y el miedo y el amor no pueden Ser, sólo hacer.
Hacer que me calle para que hable el silencio, para que suenen los cascabeles, para escuchar el grito de los hartos que son hartos, y contemplar el terror de los enfermos de verdaderitis, los enfermos crónicos de necedad de pensar privada la belleza que ya no pueden ni distinguir y que constituye el único camino abierto al amor al que han elegido mutilar cobardemente, presos de la incertidumbre y de la ficción del control que los controla y abusa, control de poder todo, aunque no se pueda, necesidad de dominar al otro por la imposibilidad de dominar algo de sí, y sí!, todo me grita: soy relativo, relativo a ti. 
Todo es la conexión entre el amor y el miedo, la cuestión a resolver, no es si una existe y la otra no, el asunto es resolver si el miedo y el amor pueden fundirse en la luz del fondo del hoyo negro, para ser otra cosa, alguna vez en alguna otra parte.
Caer por el hoyo, es vaciarse del mí mismo, del mismamente, del siempre, del nunca, de la totalización a la que obligamos cotidianamente a nuestro pensar y contemplar.
El encasillamiento, la institucionalización de la identidad naturalmente orgánica y socialmente mecánica, que se mueve con voluntad propia y que nos empeñamos en querer sujetar.
Este tiempo y este lugar que nos contiene parece habernos dejado sordos con su silencio, este lugar histórico nos sitúa como espectadores del derrumbe de un imperio que está tratando de llevarse consigo una parte de nosotros, tal vez por despecho, tal vez por que siempre estuvo incompleto, disfuncional, degenerado.
Y es que aquel imperio simboliza lo que trató de hacer esclava a nuestra organicidad, lo que promovió la subordinación de nuestro presente a un futuro mecanicista, y en última instancia, inexistente. La que convirtió la dialéctica en antagonía e intento desaparecer la solidaridad como la herramienta más útil para edificar el espíritu. 
Ese imperio de la razón, ahora rueda colina abajo aplastándolo todo como venganza final contra los que decidieron que no estaban dispuestos a dejar de sentir y reivindicaron al amor frente al miedo.
Ahora, ese imperio desaparece, se consume a sí mismo.
Se consume un poco con cada brazo que suelta el arma.
Se consume un poco con cada comunidad que se reconstruye.
Se consume con la alegría.
Con el gozo por la calma exterior, la calma del otro.
Y se consume cada vez más rápido, desde que los libres son libres por que sí, y no porque haya que serlo.
Nadie debe ser, todo es sin más, ahora lo sabemos, por eso, el imperio se consume, desaparece, y nada de él quedará.
Ahora hemos comenzado a disfrutar el hecho de haber sido negados, ahora los negados comienzan a reivindicarse desde la nada, desde los nadie, que todo pueden ser ahora que lo otro, lo que se creía indestructible, es una caricatura de sí misma, un mal chiste de esos que jamás vuelven, que es mejor olvidar por su humor terroríficamente frívolo y desagradable, tan lejano de lo hermoso, tan arraigado al terror, tan distante del amor fundante de la nueva exterioridad que somos antes de ser cualquier otra cosa.
Hoy, la forma está abierta y el contenido sólo puede ser hermoso, la forma ya no es la respuesta, es la pregunta, y lo que dentro contiene ya no es la verdad, sino las verdades.
Verdades fundadas en el deseo de ser muchos seres, en el deseo de belleza, en el deseo que es sensación primero y razón después, sensación primero de querer cuidar lo que hay que tiene sentido y vale el esfuerzo de superar el miedo, ya sin negarlo, superándolo en la idea y asumiéndolo en la cotidianidad, ese territorio que contiene en el vacío, la totalidad. Desde el amor hasta el miedo, pero sólo para volver a lo fundante, el exterior insujetable, felizmente insujetable. Como el amor.Amor que nos hace y hace que nos movamos para no ser sólo polvo en el hoyo, sino luz al final, claridad eterna y confianza en que existe un propósito para la conciencia colectiva, más hábil y diestra de lo que esta conciencia individualizada puede siquiera concebir.
Amor que nos toca, permanentemente, porque está en la luz que buscamos, que deseamos ser, para no ser sencillamente este cuerpo que no es, no es aquí para nosotros ni en el transcurrir para nadie.
Para no ser, para alcanzar ese objetivo sin objetivo, sin pretensión de gloria ni angustia de derrota. Para dejarnos moldear por la materia de nuestras miradas, platicas, risas, gestos; por la materia de nuestro cuerpo erótico, delicioso, placentero, generoso.
Para encarnar la unidad esencial en su función positiva, en el libre tránsito de nuestras inquietudes humanas, y nuestras fugaces certezas mundanas.
Para reconocernos en el otro, para dejar pasar, para mirar caminar la creación en sí misma, la creación de este no ser, la creación de lo único absoluto, lo único que puede ser realmente, eternamente: n
uestro nosotros.