La estructura profunda del Proceso… primera parte.
Noam Chomsky ha
manifestado ya que existe en el niño, una estructura profunda –con una lógica
que le es propia- que se manifiesta independiente del “proceso educativo” al
que aquel es arrojado desde el momento de su nacimiento. Sí, la vida es el
proceso educativo per se, la vida es
en sí “El proceso de los procesos”.
Digamos que “El Proceso” es un único proceso. Cada
una de las manifestaciones particulares de ese proceso se haya subordinada a
éste, tal es su naturaleza, ser la estructura única y original. La unidad de
los elementos que funda la forma. Digamos que, sin unidad, no hay sistema, sin unidad
en cada relación no hay vitalidad, sin interacción reciproca, no hay ánimo,
energía, vida.
Sostengo que la unidad
es el presupuesto de todo conocimiento de la realidad, la posibilidad misma de
reconocer las conexiones que impulsan a la sustancia a cambiar de cuerpo, a
transformarse de una forma a otra.
Sostengo también que
la unidad es un presupuesto físico y metafísico, natural y cultural,
es un hecho y al mismo
tiempo una premisa, es decir, contiene en sí, toda la sustancia del “Proceso”, toda la energía que anima el
movimiento del conjunto universal, “aquella
estructura profunda” se
manifiesta en el ser, como un fenómeno propio, con una naturaleza lógica
inherente que dirige su curso en función de su propósito, propósito que
constituye “el gran misterio de la
conciencia” el rumbo hacia el infinito de las posibilidades intuidas.
La unidad fundamenta la
estructura profunda como un sistema complejo
universal que se realiza en una interacción infinita entre formas de energía
vitales e inerciales, manifestadas en una continua recombinación de la
sustancia una. Esta mezcla constante deviene en equilibrios y desequilibrios que
sostienen el cuerpo según la cualidad de la sustancia que lo anima, estos
equilibrios y desequilibrios dependen de los grados de voluptuosidad de la
energía, cada interacción produce una forma particular de manifestación, a
veces produce formas sutiles e invisibles y otras veces evidentes rocas que
chocan con todo, generando explosiones llamativas. Cada forma particular que
adquiere la sustancia es en sí una personalidad, un símbolo específico que
remite a algo más extenso o más diminuto que es distinto, singular. Esa
distinción genera un espacio vacío, el espacio, donde nada es nada, sin
particularidades ni generalidades, el espacio a a donde el “Proceso” se dirije; si se concibe la libertad, es porque se
concibe ese espacio al cual uno se mueve cuando ya no hay espacio, ese espacio
es, por así decirlo, el “Proceso”
hacia la libertad, es así que concibo a
la Libertad; como el espacio vacío al que se dirigen unidades –distintas
en la superficie- dentro del mismo “Proceso”
y que son una comunidad, en tanto que identifican cada distinción como una posibilidad
de acceso a la Libertad, de esta identificación depende la permanencia temporal
de la unidad que constituye el “Proceso”mismo,
la permanencia de la conciencia del “Proceso”
en común, es la permanencia de la comunidad. Esta distinción funda la
separación analítica y luego dialéctica entre Voluntad y Circunstancia, entre
aquello que es único en cada uno y que constituye la referencia base para
distinguir nuestra función particular en el movimiento general, para distinguir
las libertades, que las distinciones hacen posibles para mantener la comunidad.
El cómo de la unidad permanente…
Continuando con este
acto que se pretende a sí mismo como un ejercicio analítico- dialéctico,
establezco que la pertinencia de este
texto descansa en el manto sutil de la sustancia, aquel terreno de la
conciencia que está abierto a la exploración, y al cual uno debe entrar con
seguridad y arrojo, con una fe que se piense a sí misma como un acto de
confianza pura, de certeza absoluta del reconocimiento de una unidad lógica
propia, que permanece interactuando con el reflejo que de ella, construye La palabra, mi palabra, nuestra palabra.
Con este ejercicio de
empuñar la palabra conocida en la superficie, se manifiestan aquellas otras que
emergen de las profundidades de la inmensidad de la conciencia.
Este es en un sentido
profundo, un acto de provocación, deseo provocar en ustedes y en mí, las
revelaciones necesarias para descubrir cada vez más elementos del propósito de
aquella inteligencia infinita que nos dota de señales a cada paso en nuestro
particular proceso.
Es así, este documento
no tiene otra finalidad, que la de plasmar desde la honestidad que plantea la
aceptación de mi casi absoluta ignorancia, ciertas claves para establecer un
diálogo constructivo con uno mismo, con la unidad en sí, con aquella estructura
profunda a la que Chomsky se refiere.
¿Cómo comenzar el diálogo?
Vaciándose de
certezas, acallando el ruido mental que se manifiesta a través de ocurrencias,
pensamientos que no tienen que ver con el propósito manifestado: “dialogar con uno mismo”.
Es decir, se plantea
primero un objetivo: “dialogar con uno
mismo”.
¿Cómo confiar en la honestidad de esta
intención? ¿cómo reconocer ésta como una intención de
nuestra profundidad, si se concibe en nuestra mente navegando en el océano de
las ocurrencias?
Es aquí fundamental la
confianza en el poder de la intuición. La intuición, me dicen mis adentros, es
aquella facultad nuestra, propiedad de toda sustancia viva, de aceptar el paso
que se dá, como un paso verdadero, como un paso necesario hacia la verdad
interior, como un paso que no elegimos racionalmente entre las múltiples
opciones que nuestra mente concibe como posibles, sino como un paso que damos
por el impulso de una verdad que trasciende aquellas verdades efímeras que circulan
en nuestra mente, y que se diluyen en el momento crucial… en ese momento, sólo
la confianza en que la decisión que se toma es la adecuada a nuestro propósito
interior puede provocarnos el silencio necesario para comenzar a escucharse a
uno mismo….
¿Cómo reconocer la voz de uno mismo?
La voz de uno mismo,
se puede presentar, como una sensación mental de pleno significado, la
concatenación de palabras fluye a través de nuestra mente de manera ordenada,
de forma inusual para aquellos que como a mí, habitamos frecuentemente el
desorden de la mente irreflexiva; reconozco la irreflexibilidad de mi mente en
aquellos momentos en los que pienso lo que
hay, sin pensar en que lo que hay responde a una necesidad particular,
para un momento particular; aquellos momentos en los que no pienso desde el
presente. Es decir, reconozco los momentos y grados de mi irreflexibilidad precisamente en los momentos de reflexividad
profunda, en el diálogo profundo conmigo mismo.
Sólo de este diálogo
logro sacar las palabras que llenan de certidumbre mi incertidumbre. Las
palabras que llenan mi vacío para vaciarme otra vez al infinito…
Del análisis de estos
diálogos extraigo conclusiones que visibilicen en un código compartido, en
nuestro lenguaje, las certezas más profundas de mi ser, aunque las palabras que
elija para manifestarlas no necesariamente despierten la sensación de plena
significación en aquellos que de forma inercial o voluntaria, se hayan
encontrado con estas palabras.
¿Cómo distingo los momentos de mi irreflexibilidad?
Se siente como un
prisión.
Los momentos
irreflexivos, son los momentos donde me siento inmerso en la inercia de la
incomprensión, aquellos momentos de los que nada puedo decir ni pensar hacia
mis adentros, porque desconozco de fondo su
naturaleza, aquellos momentos en los que siento que me contraigo ante el
insostenible peso de la Historia. Aquel momento en donde me siento arrastrado
por las consecuencias de las acciones del conjunto de los seres que han sido
siempre, “la estructura profunda de
nuestro ser”. El instante en el que la vida me obliga a reconocer que mi
voluntad está atada al destino de todos, el momento en el que la dimensión de mi responsabilidad se funde
con la responsabilidad de la vida, es como un secuestro del propio sueño, que
me arroja a una posible pesadilla o a un sueño aún más ambicioso, quizá el
sueño de una época, el sueño del universo.
Así es, creo que la
irreflexibilidad, es parte del “Proceso” como
la contracara de nuestro deseo, de nuestra utopía personal. Es por ello
necesaria para el “Proceso” en su conjunto,
es el objetivo natural de la voluntad, su histórica contra, cuando su propósito
es ser más de sí misma, cuando su propósito es derramarse en el universo como
una fuerza que trascienda las condicionantes históricas, como un poder que se
sobrepone a la voluntad del sistema cultural que lo condiciona, como un
ejemplo.
El momento irreflexivo
es la parte del “Proceso” que transcurre
en el pensamiento, en la visibilización
de conceptos que emanan del universo inconsciente, o del subconsciente como
Freud lo nominó. La manifestación del
subconsciente en la vigilia se da en los momentos en los cuales la voluntad se
diluye con la inercia de la marea histórica, el subconsciente se manifiesta construyendo
escenarios mentales para habitar, tal como lo hace en el sueño, reconstruye el
presente a través de categorías que ocurren y tienen sentido en su mundo, al
hacerlo crea instituciones, estructuras
superficiales que dan sentido y un orden a algo que denomina cultura –su historia-, para proponerse,
con ayuda del deseo –impulso vital -,
un futuro al cual acudir, un horizonte.
Caracterizaremos a
este momento de la vida subconsciente, como un momento en el que se detiene la
atención a las necesidades de la presencia del cuerpo, para atender las
necesidades del subconsciente, del propósito de la conciencia más allá del
ejercicio de la voluntad –particular -consciente,
es decir, para atender el propósito de aquella estructura profunda que entiendo como
voluntad –universal- de una conciencia
que sigue su propia lógica, y con un destino que ha constituido y constituirá
siempre el gran misterio del Proceso
en el cual estamos insertos, empero, más
allá de nuestra voluntad consciente, más allá de las preguntas que nos hagamos
sobre “El proceso”.
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